Un ensayo sobre escribir ensayos. O casi. Una modesta
proposición para prevenir que los ensayos sean una carga para sus autores y el
país y, en la medida de lo posible, se cumpla con suficiencia el inexplicable
impulso de escribir uno.
¿Cómo se escribe un ensayo?, me pregunta Antonia, por quien
tengo suficiente afecto como para no dejar de responderle.
Otros en esta situación quizá contestarían con un simple y
categórico “no sé” o invocarían ese lugar común según el cual “no hay recetas
para escribir”. Pero lo cierto es que tanto una como otra respuestas son
imprecisas y falsas: quien escribe sabe bien cómo lo hace (parte del
temperamento literario es reflexionar ocasional o constantemente sobre el
ejercicio de la escritura) y, en segundo lugar, si bien es cierto que no hay
recetas, porque se no trata de cocina, hay ciertos lineamientos básicos para escribir,
ciertas “estrategias”, dicho eufemísticamente, o trampas, como son en realidad,
que se siembran en la página en blanco para atrapar tanto a quien escribe y que
este no se desvíe así de su tarea, como a quien lee, y que tampoco, en la
medida de lo posible, abandone la lectura.
Uno de los pocos mandamientos en los que creo ciegamente al
momento de escribir es uno que aprendí de un maestro que gustaba de repetir
que, al momento de convertir nuestros pensamientos (de suyo caóticos) en un
discurso estructurado especialmente para el lenguaje escrito, lo principal era
tener en mente una idea central, fija, irrenunciable (los adjetivos son míos,
él los evita), que hiciera las veces de guía, de faro, de eje en torno al cual
girara desde la primera hasta la última frases. Esto es particularmente útil
porque previene al escritor contra la divagación innecesaria y la edificación
de parrafadas laberínticas en donde abunden los pasillos sin salida. Si se
revisa cualquier ensayo, académico o literario, insigne o mediocre, de altos o
de bajos vuelos, de un autor reconocido o de uno novel, uno circunstancial o
uno cuidadosamente planeado, se advertirá que una abrumadora mayoría de estos
cumple con esta primera y quizá única regla: todos intentan decir algo sumamente
específico, una suerte de tesis a demostrar, lo mismo en el sentido casi
científico del término que en el más sensible de quien comparte con otra
persona algo que le movió a la admiración o la sorpresa. O, en caso contrario,
es muy probable que eso que consideramos un ensayo fallido sea justamente
porque careció de dicha idea central que vertebrara su argumentación. Por
cierto, aunque no es imprescindible, de preferencia hay que creer
fervientemente en esa idea central: ayuda cuando “la angustia de las influencias”
nos tienta a abandonar el trabajo.
Obviamente eso es lo sustancial del presente texto. Lo
demás… lo demás es experiencia y maña. ¿Un ejemplo? En los ensayos de
intenciones didácticas, esas líneas dedicadas a explicar, digamos, quién es un
autor, dónde se educó, cuáles son sus obras principales, cuáles sus amistades
más decisivas en el curso de su vida, por qué optó por el exilio, por qué
regresó, por qué abandonó su lengua materna para adoptar la del país en que a
la postre murió. En fin, detalles quizá nimios pero no insignificantes que
pueden ser desconocidos para alguien y que por esa sola persona ya se justifica
su inclusión. Si se decide emplear este recurso, aunque no esté bien de mi
parte decirlo, procúrese ensalivar lo mejor posible dichos datos y cual timbre
postal estamparlos en el texto. En casos de malabaritis discursiva crónica es
posible escribir estos amplios fragmentos para decir luego que nada de lo
anteriormente dicho importa, sin embargo, para no incurrir en este mal o
adquirirlo por contagio, se recomienda evitarlo, casi tanto como el estilo
enciclopédico, fácilmente detectable y, por lo tanto, catalogable de inmediato
como anacrónico o, lo peor, aburrido.
En este mismo sentido un accesorio tampoco vital pero que
ayuda a ganar espacio son las citas. Salvo que estas sean parte del estilo
entrañablemente adoptado (como en el caso de Borges, de Roberto Calasso, de
George Steiner y de algunos otros pocos eruditos que pisan la faz de la Tierra ), su presencia casi
siempre es síntoma, como escribiera el argentino, de languidez o de barbarie,
cuando no de pereza o de franca petulancia. De cualquier forma, son siempre un
asidero a la mano del cual prenderse para no naufragar, remedios temporales que
evitan parcialmente el hundimiento, obstáculos que retrasan al perseguidor y
dan tiempo para trazar mejor la huida. Más que la de una estocada, las citas
cumplen un poco la función de las banderillas en el cuerpo del texto y, como
tales, hay que tener gracia para clavarlas.
Otro consejo menor: la importancia de un íncipit atractivo,
unas primeras palabras que por alguna razón hagan ver que el texto subsecuente
vale la pena leerse, una inauguración que anuncie ya el talante del texto
(acaso también del autor), la ruta que seguirá el lector y los paisajes que le
serán mostrados en el camino. Tener un poco de esa “sed malsana del razonador”
que según Proust la duquesa de Guermantes compartía con algunos críticos de su
tiempo. Las variantes, por supuesto, son múltiples: lanzar un juicio sumario y
categórico sobre el tema, decir que hasta ahora nadie ha dicho lo que está a
punto de decirse, articular con detallado primor un comienzo eufónico y poético
que incluso corra el riesgo de volverse memorable (a despecho del resto del
texto), etc. En una palabra: osadía. Sin osadía, empezando para con uno mismo,
no se llega muy lejos en la escritura.
Por último: permitir que el lenguaje haga su parte, no
cerrarse a su injerencia, aborrecer la moderación y entregarse de cuando en
cuando al engolosinamiento que este trae consigo.
Y, parafraseando a Monterroso, escribir, escribir siempre.
“contad si son catorce, y está hecho”
De "El club de los libros perdidos"
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